Chile, que en un pasado reciente era característico por sus altos niveles de seguridad ciudadana, hoy día está sumergido en una creciente ola de violencia asociada al narcotráfico.
Diciembre de 2020 dejó un saldo negativo para Chile. Un crecimiento sostenido de los contagios de COVID19 en medio de erráticas medidas por parte de las autoridades sanitarias del país, el fantasma de la recesión económica rondando los sueños de crecimiento y recuperación del ministro de Hacienda, Sebastián Briones; y por último, un galopante crecimiento de la violencia social.
Chile, que en un pasado reciente era característico por sus altos niveles de seguridad ciudadana, hoy día está sumergido en una creciente ola de violencia asociada al narcotráfico, similar a la que azota países como Colombia y México. Ante la mirada complaciente y perpleja de las instituciones del Estado, esta nueva y poderosa industria, ha desplegado sus tentáculos en los segmentos más deprimidos económicamente, radicados hacia la periferia de la capital, Santiago, y de allí a las regiones del país. Desde 2015, se experimenta una constante masificación, en las ciudades más importantes del país, de los narco funerales, cuyas características principales denotan un gran despliegue de vehículos, fuegos artificiales y disparos al aire a granel, como muestra inequívoca de su imparable poder de fuego y nulo miedo al uso legítimo de la fuerza por parte del Estado y sus instituciones.
Esta nueva realidad muestra que el aumento de la narco-violencia ha sido transversal. Sin distinción de clases sociales, marca o precio, el robo de automóviles se convirtió en la mejor escuela criminal para bandas delictivas, conformadas principalmente por jóvenes menores de edad. Vehículos que suelen tener tres destinos, la venta de sus partes, el uso de los mismos para la comisión de otros delitos, o bien las bandas más “profesionales” los llevan a Bolivia, a través del desierto de Atacama, donde son fácilmente internados y regularizados.
Volviendo al escenario actual, diciembre de 2020 dejó en boca de la población nuevas formas delictivas: los tiroteos en plena vía pública, como los ocurrido en las populosas comunas de Maipú y Puente de Alto (sur oriente y sur poniente de la ciudad de Santiago respectivamente), los cuales sucedieron a plena luz de día, en medio de mercados al aire libre que vendían productos navideños; y los ajustes de cuenta, a consecuencia de deudas o “irreconciliables diferencias” a causa de la droga aparecieron en las páginas de los diarios que antes exhibían noticias deportivas.
Fue necesaria la muerte de un efectivo de la Policía de Investigaciones de Chile (PDI), ocurrida el día 12 de enero, en el marco de un fallido operativo antidrogas realizado en la comunidad mapuche de Temucuicui (unos 620 km del sur de Santiago), para que Héctor Espinosa, director nacional de dicho cuerpo reconociera, ante el estupor de algunos parlamentarios de la comisión de Seguridad Nacional del Congreso, el enorme poder que había adquirido el narcotráfico en Chile y, que estos grupos delictivos se encontraban mejor armados que los mismos cuerpos de seguridad.
Verdades odiosas y repudiadas, hasta ahora, por un grupo importante de parlamentarios y políticos de la izquierda y del centro en Chile, no pueden ser negadas hoy en día. La presencia de bandas asociadas al narcotráfico colombiano y sus vínculos con las poblaciones mapuches del sur de Chile, denunciado en declaraciones del empresario Juan Sútil, presidente de la Confederación de Producción y Comercio (CPC), o bien la frase de la Alcaldesa de la populosa y empobrecida comuna de La Pintada (en el centro Sur de Santiago), Claudia Pizarro, quien dijo en un programa de TV abierta que “el narco llega primero que el Estado en la ayuda» en virtud de las redes de “protección social” que tejió el narcotráfico para asegurar el silencio y complicidad de la población, especialmente en épocas en que la pandemia de COVID -19, donde quedó desnuda la enorme pobreza y desprotección que sopesa sobre la población chilena más vulnerable.
Claro está que el objetivo del narcotráfico es acercarse, rodear y tomar el poder político de los países, casos en la actualidad como los de México, Venezuela, y Colombia a principio de los años noventa del siglo XX, son un claro ejemplo que el narco Estado es una realidad, y Chile no ha sido en la excepción, especialmente cuando se denunciara a través de un reportaje de CIPER Chile, en 2017, la vinculación del actual alcalde de la Comuna de San Ramón, el socialista Miguel Aguilera, quien este 2021 cumplirá 29 años como burgomaestre de dicha comuna capitalina.
Todo esto nos lleva a reconocer claros vínculos del narco en la política y sociedad chilena, como nuevo vehículo social de relación entre los grupos que quieren usufructuar el poder bajo el manto de la democracia y lo perniciosa que puede resultar esta alianza de cara a un proceso constituyente en desarrollo. Es inevitable y tentador comparar esta época con el antecedente más reciente y verídico de todos, Venezuela; un país boyante y pionero en la región que cedió ante el influjo de lo social con el hartazgo ciudadano hacia su clase dirigente y que, para mejores señas, el remedio siempre resultó ser peor que la misma enfermedad.
Juan García Vera, Panam Post, Miami, 21/01/2021
Juan García Vera es abogado chileno. Especializado en comercio exterior y propiedad intelectual. Ha cursado estudios de tributación internacional, política exterior de China y desarrollo de comercio exterior. Se ha desempeñado como docente en la Universidad de Carabobo y en la Universidad Mayor de Chile