Hay que empezar por recordar la victoria. El dos de octubre celebramos el cuarto aniversario del épico triunfo del No en el plebiscito. Enseña que hay que dar todas las batallas, incluso las que parecen perdidas, y que nunca se puede claudicar. Se puede ganar en las circunstancias más difíciles, cuando hay razones poderosas, convicción y trabajo. Cambiaron las reglas de juego y bajaron el umbral del plebiscito del 50 al 13%, le permitieron a los funcionarios públicos participar en política para que apoyaran el Sí, negaron financiación pública a la campaña del No y le dieron miles de millones al Sí dizque para pedagogía, aseguraron a punta de mermelada el apoyo de los grandes medios y casi todos los partidos, con la única excepción del Centro Democrático, consiguieron que el grueso de la jerarquía católica y hasta el Papa metiera la mano. Y perdieron.
Perdieron a pesar de las mentiras y de la propaganda falsa y engañosa. Dijeron que llegaría “la paz”, que el “dividendo económico se reflejará en un aumento adicional del PIB de entre 1,1 y 1,9 puntos porcentuales por año, así como en un aumento adicional del 54% del PIB per cápita”, que el acuerdo permitiría poner freno al narcotráfico, que como el plebiscito era “la decisión más importante del país en 50 años” y abordaba “temas fundamentales que no podían decidirse solo entre el Gobierno y la guerrilla” la ciudadanía iba a tener “la palabra final”, que si ganaba el No “se acaba el proceso de paz” y que “humildemente agacharemos la cabeza”. Pero, al mismo tiempo, amenazaron con que “si el plebiscito no se aprueba volvemos a la guerra, así de sencillo” y, peor, “a la guerra urbana, que es más demoledora que la guerra rural”. Lo que no dijeron, pero era en realidad lo que buscaban, era que el plebiscito era “hacer una jugada política que consistía en darle una estocada final al uribismo”. Les salió el tiro por la culata.
Pero ganó el No y le hicieron un conejazo. En lugar de hacer un frente de unidad con el No y renegociar, el Gobierno se alió con los criminales. La violación a la democracia fue bendecida por la Constitucional, que en apenas en unas semanas cambió su jurisprudencia sobre el efecto del plebiscito, y por el Congreso, que aprobó el pacto con las Farc a través de una “proposición” que no tiene sustento ni en la Constitución ni en la ley y que usurpó el poder del pueblo. La bendición a la trampa por magistrados y congresistas solo dio apariencia de legalidad, pero no cambió en nada el déficit de legitimidad de la implementación del pacto. Desde el triunfo del No, el pacto no obligaba a nadie, ni siquiera al Gobierno.
Las consecuencias han sido funestas. El antecedente de desconocer el resultado de las urnas, la voz mayoritaria del pueblo, no puede ser más grave. Se manoseó la Constitución y la Corte, en lugar de hacerla respetar, participó en su desfloración en grupo. Hoy es vista, como la Suprema, con profunda desconfianza por sectores mayoritarios de la población. Con dineros públicos se compraron las voluntades de parlamentarios y periodistas. Se rompió el espinazo de la rama judicial y se permitió que los bandidos de las Farc crearan un tribunal para dejar en la impunidad sus crímenes internacionales y para juzgar y restarle reputación a los militares y policía que los combatieron. Se premió a los violentos con curules gratis por ocho años y con derechos y beneficios que no tienen los ciudadanos que nunca han delinquido. Todo, todo valía con la excusa de “la paz”.
La sociedad quedó no solo polarizada sino fracturada. Saltaron por los aires los acuerdos sobre los temas fundamentales: el respeto de la voluntad popular expresada en las urnas, el valor fundante de la Constitución y la necesidad de protegerla, la diferencia ética entre el uso de la fuerza por el Estado y la violencia guerrillera, el tratamiento al delito y a los violentos, la no impunidad de crímenes de lesa humanidad y de guerra, la igualdad frente a la ley, los mecanismos de erradicación forzada, la aspersión aérea y la extradición para enfrentar el narcotráfico.
Y nada de lo prometido se cumplió. “La paz” no existe. Hoy, según el CICR, en Colombia hay seis conflictos armados paralelos, los que enfrentan al Estado y sus Fuerzas Armadas con el Eln (más fuerte que nunca), el Epl, los grupos ilegales como el Clan del Golfo, las “disidencias” de las Farc, que nunca dejaron de matar, y ahora con las “reincidencias” (en cabeza nada menos que del segundo al mando de esa organización y jefe negociador en La Habana), y el que se da en el Catatumbo entre el Eln y el Epl. Vivimos en la esquizofrenia: un orden constitucional, unas instituciones, una doctrina militar, una disposición en el terreno y un presupuesto para las Fuerzas Armadas para el post conflicto y una realidad de conflicto armado. Producimos más cocaína que nunca antes. Si en el 2013 tuvimos la menor cantidad de narcocultivos en nuestra historia, desde el 2014, por cuenta de la negociación con las Farc primero y después por los incentivos perversos al narcotráfico que se pactaron, nos inundamos de coca, para rematar el año pasado con la mayor producción en toda nuestra historia. Las calles se inundaron de coca, son cada día más nuestros jóvenes y niños drogadictos y la lucha por el control de la droga y el microtráfico causan muchos muertos. Como resultado, se revirtió la tendencia sistemática de disminución de homicidios que llevábamos desde hace varios lustros. De hecho, en el 2018 hubo 757 homicidios más que en el 2017, un 6.7% más. El año pasado fue apenas marginalmente mejor que el 18.
Ocurrió lo que advertimos en la campaña del plebiscito: la paz no existe y las consecuencias del pacto espurio y del asalto al triunfo del No han sido nefastas para Colombia.
Rafael Nieto Loaiza, La Linterna Azul, 04/10/2020