No se requiere ser profeta de desastres para intuir que las próximas elecciones presidenciales serán una de las más radicalizadas de los últimos tiempos en Colombia. Muestra evidente de la degradación que tiene la lucha política colombiana, en donde los adversarios no son contradictores sino enemigos.

Un estudio de la Universidad de los Andes, publicado ya hace algunos días, arrojaba como inquietante conclusión, que “en las próximas elecciones triunfará el candidato que logre radicalizar a un alto porcentaje de sus adeptos. La polarización volverá a ser el factor determinante”. Y agrega como sobremesa: “para ganar elecciones en Colombia no importa convencer a la mayoría, sino encontrar la forma de aumentar la proporción de personas inflexibles de su lado”. Estimular la rabia para triturar la razón.

La exacerbación de odios ha sido la materia prima de la lucha electoral en Colombia. No es sino mirar las persistentes guerras civiles del decimonónico entre liberales y conservadores y luego el belicismo de los años 40 y 50 del siglo pasado para encontrar las huellas de nuestra violencia política. Los argumentos han sido sustituidos por los fanatismos. Hoy las hordas de vandálicos desarrollan su actividad criminal arrasando vidas y bienes de una ciudadanía inerme. Aprovechan puntuales excesos de la fuerza pública para generar la violencia con claras evidencias de revanchismos anarquistas. Superan en sus acciones irracionales a la fuerza frenada del Estado y a la debilidad de unos partidos desorganizados, incapaces de defender la sociedad. Estos se quedaron anclados en las prácticas de abordaje al tesoro público y en el asalto a la burocracia, mientras los bochincheros –reclamando una ilegitimidad en la protesta que para la destrucción es ilegítima– llenan calles y plazas con asonadas, debilitando lo que va quedando de instituciones colombianas.

La enardecida discusión sobre el acuerdo Santos-Farc, recrudeció la lucha electoral. Fue una paz politizada, firmada sin llegar a un Acuerdo nacional. A quienes discrepaban de la forma y de su contenido se les graduó de “enemigos de la paz y amigos de la guerra”. No se conciliaron posiciones opuestas sino que se impusieron, a zancas y trancas desde la cabeza del Estado, las tesis oficialistas. Se convocó a un plebiscito para ratificar en las urnas el Acuerdo pactado en Cuba y este fue negado. El resultado burlado y quienes se impusieron con el No en los comicios cayeron en la celada marrullera de los perdedores que sacaron el premio gordo de un cubilete extravagante.

Las heridas políticas no se han restañado. Por el contrario, se acentúan. Más aun, se agravan. Con ellas abiertas, llegará el país en el 2022 a unas elecciones con caminos copados de insultos y denuncias. Con unas redes sociales dándole “china” a exageraciones, distorsiones, calumnias e injurias. Con grupos criminales y subversivos dejando a su paso huellas de muertes. Y como telón de fondo, unas extremas izquierdas envalentonadas y decididas a alcanzar a como dé lugar el triunfo electoral para pasar sus cuentas de cobro con intereses de usura.

Alberto Velásquez Martínez, El Colombiano, 14/10/2020

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