Pertenecemos a una generación que, con algún eufemismo, podríamos llamar de la vieja guardia, sin que ello sea obstáculo para integrar una FUERZA NUEVA con la que pretendemos derribar el mal construido edificio llamado ACUERDO DE PAZ, celebrado en La Habana, afectado gravemente de fallas estructurales que para la salud de la patria exige su demolición.
Hoy nos proponemos hacer una reflexión que será el comienzo de los argumentos que debemos empezar a difundir para que la opinión pública se entere de que el tal acuerdo de La Habana se construyó sobre una base de barro.
Una de las columnas principales del tal acuerdo la constituye la premisa difundida a los cuatro vientos, de que los colombianos estábamos sumergidos en una guerra y que, con el acuerdo, se daría fin a la sedicente guerra.
La noticia de que estábamos en guerra nos sorprendió, pues no la estábamos sufriendo realmente. En las reuniones sociales, familiares, lúdicas, religiosas, políticas, profesionales, etc. estábamos todos juntos, liberales y conservadores, de derecha y de izquierda, católicos y agnósticos, ricos y pobres. Y comentábamos las decisiones del gobierno libremente exaltándolas o criticándolas. Y nadie temía una represalia del contrario. Definitivamente, los colombianos no estábamos en guerra.
Y he aquí que llega a la presidencia de la república J. M. Santos a manera de un caballo de Troya, pues nadie pensó que el traje de demócrata que había vestido toda la vida fuera un disfraz que escondía al amigo de lo más ruin, bajo y violento de la delincuencia nacional e internacional. Y este señor empezó la construcción del maldito entreguista ACUERDO DE PAZ. La primera piedra puesta por J. M. Santos consistió en inventarse esa inexistente guerra entre los colombianos. Uno de los bandos era las Farc, unos delincuentes que estaban escondidos en el monte porque Álvaro Uribe los había alejado de las carreteras, de los pueblos, del oleoducto y sus jefes escondidos y protegidos en Venezuela. Las Farc estaban reducidas a su mínima expresión. El otro supuesto bando era el Estado colombiano. De esta forma, Santos puso a los portadores de las armas legítimas del Estado al mismo nivel de los delincuentes terroristas. Definitivamente el empleo de todas las formas de lucha sirve hasta para torcerle el cuello a la semántica. Santos pregonó por todo el mundo que en Colombia había una guerra; y el mundo le creyó. Dado este primer paso, seguían otros igual de absurdos (los delitos políticos, los conexos, la impunidad, las curules gratis, etc.) para, de esta forma, sacar a las Farc de los montes y traer a sus jefes de Venezuela, donde estaban protegidos por Chavez, el nuevo mejor amigo de Santos, para entregarles el país.
Y vaya alguien a esgrimir sensatos argumentos contra el acuerdo de La Habana; si Roy Barreras, un mercenario del bando de J. M. Santos, está cerca, grita energúmeno: “usted lo que quiere es que volvamos a la guerra?” –Roma locuta, causa finita.
Le ha hecho tanto daño la idea de J. M. Santos de poner al ejército colombiano al mismo nivel de los terroristas de las Farc, en la falsa guerra que se inventó, que formó una legión de personajes (periodistas, políticos, columnistas, un hebdomadario) dedicados a perseguir a los más distinguidos oficiales del ejército. Sin necesidad de remontarnos mucho en el tiempo, ahí tenemos en este momento en la picota pública al distinguido y honorable general Nicacio Martínez y varios oficiales más condenados sin fórmula de juicio, sin una sola prueba, sin oportunidad de defenderse y con flagrante violación al derecho fundamental consagrado en el artículo 29 de la Constitución Nacional que predica que nadie puede ser condenado sin haber sido vencido en juicio y que constituye una presunción legal la inocencia de toda persona. Así, poco a poco se va desarrollando el acuerdo de La Habana en su cometido de acabar con el ejército de Colombia. Y nosotros no cejaremos en nuestro empeño de acabar con el tal acuerdo.
Román Castaño Ochoa, 19/07/2020