Nos toca volver a empezar de cero: a aprender por qué los recursos públicos son sagrados y ver cómo entendemos el daño que hacen quienes al llegar al Estado creen que coronaron un gran negocio.

Sandra Ortiz pasó un año completo como Consejera Presidencial para las Regiones del presidente Gustavo Petro. Es decir, era una de los pocos altos funcionarios –que incluso se cuentan con los dedos de una mano– que ocupan ese inmenso Palacio para aconsejar y hacerle compañía al Presidente de la República.
Claro que por el estilo de gobernar de Gustavo Petro, más en solitario que en equipo, es probable que poco o nada hablara con ella. El diálogo era más nutrido con Carlos Ramón González, que para ese entonces era el jefe del Departamento Administrativo de la Presidencia (Dapre).
Lo cierto es que estamos ante un caso pocas veces visto en el país, el cual una persona del corazón de la Casa de Nariño, de la pepa del Gobierno Nacional, es enviada a la cárcel con medida de aseguramiento por un escándalo de corrupción en el cual se habrían robado cientos de miles de millones de pesos de los colombianos.
Los chats, los testimonios de implicados y otras evidencias más indicarían que la consejera de Petro, Sandra Ortiz, habría participado sobre todo en la entrega de un soborno de 3.000 millones de pesos al presidente del Senado, Iván Name, y de otro de 1.000 millones de pesos al presidente de la Cámara, Andrés Calle, los presidentes del Congreso. La idea era que, contentos con ese billetal, estos congresistas facilitaran el trámite y la aprobación de las reformas del Gobierno.
No es común que a los congresistas les den la mermelada en rama, suelen hacer triangulaciones con contratos que luego solo ejecutan en parte y se quedan con otra parte. Pero esta vez, los congresistas tenían “premura” para recibir su tajada, las reformas tocaba aprobarlas rápido, y por eso, el director del Dapre, Carlos Ramón González, y el de la UNGRD, Olmedo López, les cambiaron la oferta inicial por el efectivo, según explicó la fiscal del caso durante la audiencia.
Y ahí es cuando la consejera Sandra Ortiz entra en escena. Según dijo la fiscal: “Recibió en el apartamento número 23 del Hotel Tequendama una maleta con 1.500 millones de pesos que llevaba Olmedo López, entonces director de la UNGRD”.
Sobre este caso que ha sacudido a la opinión pública vale la pena hacer dos reflexiones. La primera es preguntarnos hasta dónde será capaz de llegar la justicia en este caso o si tal vez Sandra Ortiz será la única funcionaria del gobierno Petro que va a responder por este hecho. Porque también puede ocurrir que, como bien escribió el exrector de la Universidad Nacional, Moisés Wasserman: “Sandra Ortiz es culpable de transportar dinero que no le mandó nadie a nadie. Todo bajo órdenes de nadie, y para que no decidieran nada”. ¿Ese dinero era a cambio de qué? ¿Y quién se beneficiaría de él? Esperemos que la Fiscalía avance a paso firme e involucre en la investigación hasta a los más altos responsables.
Y el segundo punto de reflexión tiene que ver con el comentario que hizo la misma Ortiz en la audiencia: “Señora juez, yo soy incapaz de quitarles un vaso de agua a los niños de La Guajira”. Más allá de si ella está tratando de encubrir las anomalías en las que pudo haber caído, lo cierto es que se repite la historia de funcionarios o particulares, que son cogidos in fraganti en hechos de corrupción y se hacen los locos o no parecen tener claro el grave impacto que pueden tener sus malas acciones.
¿De verdad será que la señora Ortiz no se da cuenta que al ir repartiendo los recursos que debían destinarse a solucionar necesidades apremiantes de poblaciones vulnerables lo que hace es quitarles ese “vaso de agua a los niños de La Guajira”?
En alguna ocasión, Emilio Tapia, quien ha estado enredado en al menos tres casos de gran corrupción en el país, le decía a una periodista: “Pero al menos yo no he matado a nadie”. ¿Cómo que al menos no ha matado a nadie? ¿Cuántas muertes se pudieron producir por el robo de la plata de salud y de las ambulancias del cartel de la contratación de Bogotá? ¿Cuántos problemas graves o no graves le causaron a millones de habitantes de una ciudad que no pudieron disfrutar de los recursos que debían destinarse a construir hospitales, vías de mejor acceso y hasta colegios?
También ha ocurrido en otros gobiernos: ministros que reparten contratos a firmas que no cumplen requisitos o son recomendadas por algún otro político o congresista. Eso también es corrupción.
Tapia, por ejemplo, ha aprendido como pocos a moverse en los vericuetos del sistema legal colombiano para poder violar la ley, luego pedir perdón y lograr sentencias cortas, como la que le acaban de confirmar de 6 años por el escándalo de Centros Poblados. ¿Cuántos niños y niñas dejaron de tener mejores oportunidades porque Tapia y sus secuaces se mecatiaron la plata que debía usarse para conectar a las escuelas rurales del país al internet?
Todo indica que en Colombia estamos atravesando una era oscura en términos de la conciencia cívica. Muchos no parecen entender el sentido profundo del Estado y su importancia para el bienestar de todos. Nos toca volver a empezar de cero: a aprender entre todos por qué los recursos públicos son sagrados y ver cómo entendemos el profundo daño que hacen quienes al llegar al Estado, sea gobierno o legislativo, creen que coronaron un gran negocio.