Hay momentos en la historia de un país que no admiten ligerezas. Colombia atraviesa uno de ellos. Lo que se viene no es una pelea de patio escolar, ni un duelo de ingenio en redes sociales. No será suficiente con la mordacidad de un meme, la sorna de una caricatura o la viralización de un video sarcástico para enfrentar la gravedad del momento político que vivimos. Al contrario, minimizar el riesgo que enfrentamos sería una forma muy cómoda —y peligrosa— de enterrar la cabeza en la arena mientras la tormenta se desata.
Desde hace meses, tal vez años, se viene tejiendo una estrategia con olor a reelección, aunque formalmente inconfesable. Una estrategia basada en la tergiversación deliberada, en las fake news diseñadas al milímetro, en disparates premeditados que no son producto de la ignorancia sino del cálculo. No hay improvisación: hay libreto. Los ataques son focalizados, los enemigos señalados y la victimización, constante.
La visibilidad se sostiene con una ocupación obsesiva de los horarios prime, con mensajes dirigidos a la emotividad y no a la razón. Todo esto, mientras se acumulan recursos cuyo origen huele a cloaca, y cuya finalidad parece ser la perpetuación del poder.
El problema no es sólo lo que se dice o se deja de decir desde el poder. Es la manera como se construye un relato que distorsiona la realidad para justificar el autoritarismo y alimentar la polarización. Es el uso sistemático de la mentira como herramienta de gobierno y de la confrontación como política pública. Frente a esto, el ingenio digital, por más creativo que sea, es inofensivo. La descalificación física, mental o ética del adversario, además de ser indigna, resulta inútil. No se trata de burlarse del Gobierno, sino de entender lo que está en juego.
Lo que se viene requiere mucho más que ironía. Requiere calma, inteligencia, decoro. Requiere análisis riguroso, estrategia colectiva, visión de país. Requiere altura moral y una profunda convicción democrática. No podemos seguir chapoteando en el mismo lodo esperando que por arte de magia las cosas cambien. Hay que emerger del barrial. Y eso sólo será posible con propuestas serias, articuladas, decentes. Con una nueva narrativa que no sólo denuncie la podredumbre, sino que inspire una alternativa.
¿Y qué podemos hacer como ciudadanos? Mucho. Más de lo que creemos.
Informarnos con rigor: Elegir bien nuestras fuentes de información. Contrastar, leer, preguntar. No compartir nada que no estemos seguros que es verdad. La desinformación es el oxígeno de los populismos.
Participar en espacios cívicos: Desde juntas de acción comunal hasta asociaciones, foros ciudadanos, veedurías y redes vecinales. La política no se hace solo en el Congreso: empieza en la cuadra, en la vereda, en la universidad, en el barrio.
Votar bien y hacer votar mejor: No basta con votar; hay que hacerlo de forma consciente, informada, responsable. Y hay que convencer a los indecisos, a los apáticos, a los frustrados. La abstención es un lujo que ya no podemos permitirnos.
Exigir rendición de cuentas: A los gobiernos locales, a los concejos, a las asambleas, al Congreso. No podemos seguir premiando la mediocridad ni normalizando la corrupción. La presión ciudadana bien organizada tiene poder.
Construir desde lo pequeño: Emprender, educar, formar, servir, aportar. Los cambios verdaderos rara vez vienen de arriba. Las transformaciones duraderas comienzan cuando la gente decente se organiza y actúa.
No caer en la trampa del odio: El país está herido, pero no podemos seguir alimentando la rabia. La salida no está en destruir al otro, sino en construir un nosotros. El respeto y la decencia deben ser armas políticas, no adorno moral.
Colombia necesita volver a creer. Pero para eso, primero necesitamos ciudadanos despiertos, valientes, generosos. No se trata de salvar una elección: se trata de salvar la democracia. Y lo que se viene —no nos quepa duda— no será a punta de memes.
Por: Hans Peter Knudsen