
Muchos consideramos que sobraba la creación de un tribunal especial de justicia transicional en el proceso de paz con las Farc. En otros esfuerzos similares, como en Sudáfrica o El Salvador, una comisión de la verdad había sido suficiente para aclarar lo ocurrido y pasar la página.
Colombia, siendo un país de abogados creativos, no podía desaprovechar la oportunidad de experimentar teorías jurídicas implementando una nueva jurisdicción. Nos convertimos en el tubo ensayo de ideas medio cocinadas, provenientes de universidades gringas y de oenegés en busca de financiación. Hoy sabemos que la justicia transicional es un sancocho woke desprestigiado. Sin embargo, circa 2016, era lo último en guarachas. Con prosopopeya tinterilla, después de firmado el acuerdo con las Farc, instalamos la JEP y ocho años después confirmamos que no ha servido para nada.
El pasado hay que conocerlo, recordarlo y, sobre todo, superarlo. De lo contrario se corre el riesgo de que la memoria se encone. Esto es lo que acaban haciendo las famosas “leyes de memoria histórica”, que, en vez de sanar las heridas, las reabren. El problema es peor cuando al proceso de remembranza se le da un ropaje judicial. La JEP ha sido muy prolífica en espectáculo, pero poco fecunda en sentencias. De hecho, en más de un lustro no ha producida ninguna.
Si a lo anterior se le suma el inmenso gasto que ha implicado la parafernalia de la JEP, que ya casi supera los US$500 millones, el escándalo es mayor. Por ejemplo, para probar que “las cuchas tienen razón” se han gastado miles de millones de pesos en escarbar un botadero de residuos en Medellín sin resultado alguno.
Solo han encontrado los restos de seis personas cuya relación temporal y material con la llamada Operación Orión es incierto. Según un reporte de la propia JEP, de las más de 110.000 víctimas de desapariciones forzadas registradas solo han logrado identificar a 128, un insignificante 0,1%.
Forcejear pruebas para soportar conclusiones preestablecidas no parece ser una buena práctica judicial. Tampoco lo es ampliar su jurisdicción a capricho propio para incluir a sujetos fuera de su alcance. El saborcillo político que dejan muchas de sus actuaciones confirma los temores de los detractores originales de la JEP. Hasta ahora parece que es más importante producir copy para slogans políticos que encontrar la verdad. La cifra de 6.402 falsos positivos, tres veces más de los que había verificado la fiscalía, ya se convirtió en lugar común pero aún no existe una decisión final que los confirme.
En 2032 se acabará el mandato de la JEP. No se debe extender ni un día más. Esperemos que en ese momento tengamos claridad sobre los crímenes cometidos por las Farc, una de las organizaciones terroristas más brutales del planeta.
Sería un despropósito que, en el afán por equilibrar las cargas políticas, la JEP intente extender artificialmente la responsabilidad de lo sucedido en los agentes del Estado y a terceros. Esa ha sido una vieja aspiración de sectores de la intelligentsia de izquierda, pero sería un atentado contra la memoria.
Luis Guillermo Vélez Cabrera
Abogado