El hoy casi dueño del poder se siente, como lo había informado su propio hermano Juan Fernando Petro Urrego —el mismo que en su nombre adelantó el conocido «pacto de la Picota—, a todas sus anchas, como jefe de estado. El dueño de todo, por supuesto, la suya es una sicología dentro de la cual opera el asperger que padece conjuntamente con un narcisismo galopante, de lo que habló tal hermano, y que conforme a su dicho, le fue diagnosticado por siquiatra desde que era un adolescente.

 

En toda parte encuentra una tribuna en la que solamente él habla, como si se sintiera el iluminado. O illuminati, para ser más exactos. Ah, pero su voz es la voz del pueblo que no habla y solo aplaude, bajo la emoción de un buen tamal o de un plato de lechona que reparten en enormes filas. Ah, cuánto cuestan esas movilizaciones que naturalmente no paga él, sino nosotros con nuestros crecientes impuestos.

 

Cree que tiene derecho a todo. Como lo dicen los del programa de televisión la Red, «Nada se nos escapa, todo nos pertenece…» etc. Es el Mussolini criollo que domina con gestos rebuscados el escenario donde pone sus plantas. Vanidoso, abusa de un poder que no se le ha entregado dentro de un absolutismo real, como si fuera un príncipe de la Edad Media. Habla y habla sin medida y sin que se le agote el predicamento, no obstante que siempre es el mismo discurso del odio y lucha de clases, cuando proclama que los que no se rindan ante su absolutismo son esclavistas y gentes de derecha. En su discurso no hay respeto ni siquiera para sus anteriores amigos, a los que repudia cuando se atreven a discrepar un poco de su demencia vanidosa y omnímoda.

 

Nada le importa ni la economía, ni la ley, ni las instituciones. Que el campo se llene de violencia y las siembras de coca aumenten desmesuradamente, hacen parte del desarrollo en busca de levantar negocios que tiene prohibidos la moral del mundo y todas las leyes, pero cuya prohibición él ve como espantables manifestaciones del los oligarcas. No se puede olvidar que en un cuadro manipulado por él, en las Naciones Unidas, dijo hace un poco más de dos años que la prohibición de la droga había fracasado y era necesario legalizarla. Y hace pocos días volvió a decir en sus discursos que el whisky era más nocivo que la cocaína y que la única diferencia radicaba en que éste correspondía a los oligarcas y la cocaína al pueblo. Y él, por supuesto, es un adicto, conforme lo han señalado Ingrid, su amado Benedetti en momentos de disparidad y el propio Leyva, al que le dio tres patadas después de haberlo hecho meter la pata en el cuento de los pasaportes en el que jugó su odio vertebral y su anarquía de pensamiento.

 

Eso que acaba de hacer en Medellín con aspavientos y vitrina abierta, de llevar a su propia plataforma o tribuna a delincuentes condenados, vendedores de droga y matarifes a sueldo de enemigos señalados por otros delincuentes intelectuales; y decir que ya no eran delincuentes sino gentes en busca de rehabilitación. Y abrazarlos con aparentes gestos espontáneos de comprensión humana, con la misma fe del payaso que ríe y ríe sin que se alegre su corazón. Ficticio y falso buscando los alamares que eleva a su cachucha como el adorno de su vanidad sin límites, en medio de los bluyines de marca y rotos y de sus camisas y sacos de privilegiados que gastan mucho dinero en esas diminutas auto decoraciones, pero que se cambia al día varias veces para colmarlas y satisfacer su asperger insaciable.

 

¡Cuánta desgracia nos ha caído! Un hombre sin moral, porque el que entró a una guerrilla y se armó, siempre estuvo dispuesto a matar, a secuestrar y extorsionar, así lo niegue. Y así fueron los del M19. Practicó en su interpretación irregular del marxismo aquel apotegma de que «la violencia es la gran partera de la historia» Y ha brindado apoyo y puestos y embajadas a todos aquellos miembros de esa subversión que le han rendido pleitesía, después de que alcanzara el poder rompiendo las reglas de financiación de su campaña, en la que recibió dineros sucios y malditos.

 

¡Vale huevo! todo eso, porque lo que importa es el poder. Como lo dijera en otras circunstancias el expresidente Samper, «aquí estoy y aquí me quedo» y así intenta hacerlo. Y bueno, trata de asustar a los miembros del Consejo Nacional Electoral, que han estancado una investigación constitucional. Y a los miembros de la Comisión de Acusación de la Cámara a quienes hizo «premiar» como a los presidentes de las dos Corporaciones, hoy en día detenidos al igual que otros.

 

Nadie puede negar que ha sido abusivo y atrabiliario el señor Petro. Engreído él, piensa que puede manosear la espada de Bolívar, y entrar como a su casa privada a la Quinta donde habitó el Libertador. Y aun enarbolar la bandera que las circunstancias de la guerra a muerte que declararon los españoles lo hizo a él, Bolívar, adoptar una bandera que abusivamente enarbola para declararnos la guerra y la muerte a quienes no estamos de acuerdo con sus delirios. Que coja como propia la espada del Libertador y que la eleve a los aires es más allá de un irrespeto, un ultraje a la virtud republicana.

 

Al ministro de Hacienda Bonilla lo van a detener. Pero a él, Petro, le importa una higa por su asperger y narcisismo. Mas, lo que se entiende en el campo del derecho penal y del comportamiento sicológico de las gentes, es que las otras tres patadas —como las de Leyva— que le ha inferido a este último ministro que fue solidario y fiel con él, harán que en su abandono y desgracia éste solamente diga con simpleza, como auguro que habrá de hacerlo: «Él si sabía», refiriéndose a Petro y a la compra de conciencias de parlamentarios. Ningún paso de esos se toma sin que un presidente autócrata como el que para nuestra desgracia nos gobierna, lo sepa y lo autorice.

 

Finalmente, es preciso señalar que el único responsable del atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay, hombre de la esperanza y noble político que ahora está postrado después del aleve y cobarde intento de magnicidio, más allá de los ejecutores del acto, es ese mismo presidente quien lo denigró en sus discursos cargados por el odio y la dinamita del viejo guerrillero. Lo denigró a él y a su familia, incluso a su abuelo, el presidente Turbay, y a la mártir Diana, mi amiga muy cercana, a la que solamente llamó con desprecio la «mujer turca». Grotesco y vil. Y puso su dedo sucio sobre la imagen del joven esperanzador, que ahora se debate entre la vida y la muerte. Y sobre él cayeron los asesinos en una organización en la que jamás se encontrará al autor intelectual, no obstante que todo el mundo sepa quién fue. ¡Malhaya!, ¡Malhaya! ¡Malhaya!