Problemática mundial, sin duda. Arraigada en algunas sociedades, por no decir cada vez más descarada; también. Es el caso de Colombia. País con cientos de afugias que, de cuatrienio en cuatrienio, desde épocas remotas, ve gestar un escándalo de malversación de recursos peor que el anterior, reconstruir historias de sumas astronómicas que desaparecen y sumar a la lista de los ya existentes, nuevos elefantes blancos. Aunque suceden ante la mirada atónita de una nación y la aparente indignación colectiva; al final, no pasan de ser episodios que se convierten en vergonzosos legados, suelen quedar impunes y se gradúan hasta de frases célebres.
¿Será ese el pecado?, ¿tomarnos tan delicado asunto con la ligereza que nos caracteriza?, ¿pensar, equivocadamente, que se trata de acontecimientos aislados con impactos limitados? A lugar las preguntas. Cuando a los colombianos se les indaga por su principal preocupación; la corrupción, aparece en los últimos puestos mientras el escalafón lo encabeza la deteriorada situación de orden público. Entendible, teniendo en cuenta que habitamos en un territorio doblegado por el conflicto armado. Sin embargo, cuestionable.
Desconocer la corrupción como el detonante de una cadena incontrolable de ausencias e incumplimientos estatales y, lo que es peor aún, normalizar su incidencia, cultiva con los años lo que ahora padecemos a modo de nefasta consecuencia. En la medida en la que sigamos menospreciando sus tentáculos, creyendo que nada tiene que ver con nosotros el entramado alrededor de unos carrotanques en La Guajira, el cartel de la hemofilia en Córdoba o que a los niños en condición de vulnerabilidad en zonas inhóspitas, que quizá jamás conoceremos, les entreguen alimentos de pésima calidad que facturan por el triple de sus verdaderos costos; los corruptos, se enquistarán y sus repercusiones se eternizarán.
Lo que se roban es el dinero de nuestros impuestos. Lo que nos arrebatan es la posibilidad de generar desarrollo. Lo que nos niegan es una mejor calidad de vida. Y sí, afecta a todos por igual que suceda en comunidades remotas o en la céntrica Bogotá. Hoy, por cuenta de la captura de dos expresidentes del Congreso, hasta donde vamos, los eslabones de mayor peso de una cadena todavía con varios nudos de por medio, el debate vuelve a estar en el centro. Sin embargo, auguro que pronto lo olvidaremos.
Nos empeñamos en convencernos de que fuera de nuestro alcance está sepultar el flagelo. Casi asumiendo que el voto, no representa, por ejemplo, una poderosa herramienta para cerrar puertas a quienes se dejaron poner precio y orondos continúan posando de impolutos. Si bien, una buena parte de la solución corresponde a la institucionalidad, con una justicia diligente que investigue, deje de engavetar expedientes y apegada al debido proceso condene; la otra parte tendría que estar en manos de una ciudadanía comprometida con exigir el respeto de sus derechos.
Es urgente cambiar el chip y trascender la postura morbosa de cara al escándalo del momento. Esa, que se deja distraer fácilmente. Es urgente que los medios de comunicación nos concentremos en lo importante y entendamos que una noticia no debe tapar la otra. Es urgente que la avalancha de precandidatos aborde con seriedad el tema. Es urgente interiorizar que la corrupción es la semilla que solo ha sabido sembrar rezago, desigualdad y pobreza. Y sobre todo es urgente asumir que la corrupción no es invisible. La hemos hecho invisible.
https://www.larepublica.co/analisis/paula-garcia-garcia-3037278/corrupcion-maldicion-invisible-4132016