
Lo que está ocurriendo dentro del Centro Democrático es un espectáculo vergonzoso. Un partido que nació para encarnar orden, rigor y liderazgo político hoy naufraga en riñas internas, heridas narcisistas y cálculos que nada tienen que ver con el bien de Colombia. Incapaces de acordar siquiera el mecanismo más elemental para escoger un candidato presidencial, terminan ofreciendo una radiografía de pequeñez cuando el país atraviesa uno de los momentos más delicados de su historia reciente.
La salida de Miguel Uribe Londoño era tan previsible que solo quienes viven en la burbuja de su propio ego pudieron sorprenderse. Miguel Uribe fue maltratado, humillado, denostado y atacado desde dentro, especialmente por María Fernanda Cabal, Paloma Valencia y Paola Holguín. Tres precandidatas que, con crudeza hay que decirlo, son electoralmente inviables. La suma de sus intenciones de voto apenas supera el margen de error de cualquier encuesta seria. Desde ese bajo pedestal político decidieron convertir a Miguel Uribe en un objetivo interno, en vez de entender que era uno de los pocos activos reales con posibilidades de hacerle un aporte sustantivo a la añorada coalición de centro-derecha.
Pero no solo fue la expulsión, sino la forma: torpe, precipitada, casi revanchista. Sacarlo así retrata a un partido incapaz de procesar diferencias, administrar debates o proyectar grandeza en momentos críticos. En vez de sumar, restan. En vez de construir, destruyen. Y todo ello ocurre mientras el comunista Iván Cepeda avanza sin un contrapeso sólido enfrente.
Es además profundamente lamentable —y moralmente repudiable— que se haya despreciado el peso histórico, político y simbólico de Miguel Uribe Turbay. No estamos hablando de cualquier dirigente, sino del hijo de Miguel Uribe Londoño, asesinado por la barbarie narcoterrorista que marcó a una generación entera de colombianos. El solo apellido debería inspirar respeto, mesura y altura política. Esa historia personal, ese legado de dolor y resistencia, merecía un trato digno, no el desprecio, la ligereza y el ninguneo. Convertir a Miguel Uribe en objetivo interno, atacarlo con ferocidad y finalmente expulsarlo, revela que algunos dentro del partido han perdido no solo la brújula política, sino también la memoria y la gratitud por quienes han encarnado, con sangre y tragedia, la defensa de la democracia.
Si los precandidatos del Centro Democrático no pueden ponerse de acuerdo sobre algo tan simple como un mecanismo de selección de candidato, ¿con qué cara pretenderían gobernar un país? Un gobernante debe decidir bajo presión, articular consensos, administrar tensiones. Si lo mínimo los ha desbordado, no es irresponsable afirmar que lo máximo los doblegará, los liquidará, los neutralizará. Y esa es hoy la impresión que ofrecen: incapacidad para manejar su propia casa y, por tanto, nula aptitud para dirigir el Estado.
Al ampliar un poco el espectro del análisis, se advierte que la oposición está actuando con una ceguera política desconcertante. Abundan los delirios de protagonismo, las pulsiones de vanidad y la necesidad infantil de demostrar quién tiene más aplausos digitales. Pero lo que escasea es el sentido práctico, la visión estratégica y el entendimiento de la urgencia nacional. ¿De verdad no comprenden la magnitud del riesgo que implicaría una victoria presidencial de Cepeda? ¿O lo saben perfectamente y, aun así, prefieren alimentar sus egos que defender a Colombia? La situación es esta: es preferible cuatro años más de Petro, que un mes bajo un régimen de corte estalinista al mando de Iván Cepeda Castro.
Y viene aquí la segunda idea, inevitable: si Cabal, Valencia y Holguín realmente respetan, valoran y siguen al presidente Álvaro Uribe, deberían dejar de complicarle la vida con sus minúsculas aspiraciones impulsadas por inmensas vanidades. Con sus desplantes, declaraciones y retórica interna lo que están haciendo es presentar al fundador del partido como un hombre incapaz de gobernar a su propia colectividad. Como si no tuviera ascendencia, como si hubiese perdido autoridad, como si su liderazgo moral y político ya no pesara. ¿Así lo agradecen? ¿Así dicen honrarlo? Si lo respetan de verdad, deberían permitirle decidir. Dejarlo en libertad para definir quién debe ser el candidato del partido o, incluso, para considerar que el Centro Democrático no tenga candidato presidencial en estas elecciones, dada su bajísima intención de voto. Sería más digno un acto de sensatez que la carrera de enanos que hoy están viendo los colombianos.
Porque la pregunta es obligada: ¿no será que la oposición le está allanando el camino a Cepeda? ¿No será que esta suma de torpezas, pedanterías y vetos internos terminará siendo el verdadero combustible de su victoria? En redes y discursos repiten que anteponen los intereses del país, pero los hechos son tercos: anteponen egos, protagonismos, micrófonos y el ridículo narcisismo de sentirse indispensables.
Es lamentable, sí. Pero es sobre todo irresponsable. Colombia necesita una oposición madura, cohesionada y consciente de la hora.
La figura más importante de la oposición es el Centro Democrático, hoy convertido en un partido consumido en su propia pequeñez. Mientras no entiendan que la lucha es mayor que sus caprichos personales, el único que avanza es Cepeda. Sin obstáculos, sin contrapeso y con un camino político que más parece pavimentado por la incompetencia de quienes dicen ser sus rivales ideológicos que por sus propios méritos.
La historia suele ser implacable con quienes distraen la mirada cuando el país está en riesgo. Ojalá no sea el caso. Pero hasta ahora, el Centro Democrático está haciendo todo lo posible para que sí lo sea.
2/12/2025 | Los Irreverentes