El país clama a gritos una seguridad que llega a cuenta gotas gracias a hombres y mujeres que visten con honor el uniforme.

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Se dirigían al sitio de la alerta. Una vía estrecha, empedrada, entre un tupido follaje. Iban en una camioneta de platón con bancas cuando estallaron los dos cilindros bomba. El carro, destruido. El dolor, los gritos y el caos era total. Siete heridos, entre ellos él. Las ráfagas de proyectil arreciaban y se aproximaban como hienas carroñeras a rematarlos. El que debió ser un operativo de rutina era un infierno que se prolongaría por horas.
Sintió que algo le colgaba entre la manga derecha del uniforme. Era su brazo descuartizado. No tenía mucho tiempo para procesar. Lo guardó como pudo en el bolsillo. Empezaba a perder sangre. Tomó el fusil con la mano izquierda, no era zurdo. Se guarneció junto a las latas retorcidas para repeler el ataque. La media hora más larga de su vida, en la que estaba a punto de perderla. Unos yacían en el suelo, otros se escabullían. Él los defendía.
Los asesinos huyeron entre el monte. De no contenerlos, él y sus compañeros habrían muerto. Fue cuando tomó el celular para llamar a su mamá. Quería escucharla. Sólo eso. Le mintió, le dijo que habían tenido un accidente, que estaba bien. Fueron varias llamadas. No le creyó, ese sexto sentido de las madres, que no falla. Finalmente, supo la verdad. Junto con sus compañeros de la Policía Nacional habían sido objeto de una emboscada.
Los refuerzos nunca llegaron. Cuando hicieron presencia era para recoger los restos. Restos aún con vida. Los trasladaron al hospital. Le pidieron hacer uso de una camilla. No aceptó. Ya había cámaras en el lugar, también enemigos infiltrados en bata azul, los distinguía a leguas. Rehusó el ofrecimiento. No les iba a dar el gusto de verlo derrotado. Ingresó por sus propios medios, embadurnado en sangre, con la mirada y frente en alto.
Es el patrullero Édgar Andrés Arévalo, de 32 años y ocho de servicio. Es el Policía del Año 2025, distinción que desde hace 25 años otorga la Fundación Corazón Verde. Un reconocimiento de la sociedad civil a la labor que realizan a diario los policías del país en todo el territorio nacional. Un homenaje sencillo, pero elocuente que busca visibilizar, a través del ejemplo de unos pocos, su lucha contra el crimen, el servicio a la comunidad.
Un subintendente que convenció a una universidad de llevar educación a Tumaco para arrebatarle jóvenes a la violencia, un intendente con tres impactos de bala que enfrentó prácticamente solo a noventa guerrilleros neutralizando a siete, una patrullera de civil que al ser atacada por un sicario en moto recibió cinco impactos de bala y, sin embargo, va tras él, lo desarma y captura. Son sólo algunos de los incontables casos de heroísmo.
Las luces del auditorio se desvanecieron para encender las velas. En el telón de enfrente se proyectaron los nombres de los 241 policías fallecidos en el último año. Hombres y mujeres que dieron su vida por Colombia, 82 asesinados en el marco del Plan Pistola, que entre enero y marzo de este año cobró 41 vidas. ¿Cuántos más?, nadie lo sabe. Es el regreso macabro a la peor época del narcotráfico cuando se pagaba por policía muerto.
Nos acostumbramos a saber por las noticias del asesinato asiduo de nuestros policías. En cualquier país del mundo sería una afrenta a la sociedad entera. No en Colombia. El país clama a gritos una seguridad que llega a cuenta gotas gracias a hombres y mujeres que visten con honor el uniforme. Seres humanos de carne y hueso, con familia, muchos con hijos pequeños. En uno de los momentos más críticos, de putrefacción y muerte, saber que los héroes existen y que lo dan todo por nosotros es una señal de esperanza.
22/09/2025 | Por Francisco José Lloreda Mera | El País