Francia Márquez llegó al poder cabalgando sobre una narrativa de victimismo, de resentimiento y de oportunismo disfrazado de reivindicación. Su ascenso fue vendido como un símbolo de reparación histórica, como el triunfo de las personas olvidadas, excluidas, de las que el sistema —supuestamente— había silenciado. Con ella, «los nadies» llegaron a la cima. La depreciable Francia.
Pero apenas tomó posesión del cargo, quedó claro que no se trataba de una persona auténtica, sino de una oportunista de baja estofa, una trepadora política que utilizó su biografía como coartada para convertirse en lo que más decía odiar: una privilegiada.
Deshonró la dignidad vicepresidencial desde el primer día. Convirtió su puesto en un desfile permanente de ostentación, en una vitrina de egolatría, en una plataforma para proyectar su figura al mundo con discursos rimbombantes, plagados de lugares comunes, de consignas revolucionarias desfasadas y de una soberbia que no encontró nunca fundamento en su gestión ni en su talante. Mientras miles de personas que creían en ella esperaban liderazgo, Márquez respondía con excusas, giras internacionales inútiles y desplantes cargados de arrogancia, como la justificación que hizo del uso –abuso– de bienes públicos como las aeronaves de la Fuerza Pública, léase los «helicóteros».
El problema no fue su raza ni su origen social. El problema fue su carácter, su falta de preparación, su desprecio por la institucionalidad y su repulsiva tendencia a exhibirse como mártir mientras gozaba de los lujos del poder. Fue una burla para quienes creyeron que su presencia en el Ejecutivo marcaría una transformación real. Francia Márquez es, en todo el sentido de la expresión, una estafadora política y moral.
Afortunadamente, esa mujer está políticamente acabada. Y no porque la hayan destruido sus opositores, sino porque fue consumida por ella misma y por sus copartidarios. En su nombre no se alza ya ni la izquierda radical, que la canceló con la rabia propia del estalinismo, acusándola de traidora y enemiga del régimen. Petro, que alguna vez la usó como trofeo para proyectar una falsa imagen de diversidad, ansía con que ella empaque sus corotos y se largue a las montañas del Cauca. Nadie la respeta. Nadie la extraña. Nadie la necesita.
Quien piense que ella hoy merece solidaridad o indulgencia por parte de la oposición, comete un error monumental. Francia está cosechando lo que sembró: odio, desprecio y olvido. En consecuencia, el lugar en el que merece estar, después de tanta altanería, es el rincón gris de la irrelevancia política. Fue alevosa con quienes no pensaban como ella. Insultó al país llamándolo racista, clasista, patriarcal y genocida. Ofendió a sus críticos con un lenguaje de barricada, empapado de odio y resentimiento. Se rodeó de fanáticos, de aduladores y de corruptos. Y ahora que ha perdido el micrófono y el poder, pretende conmover a quienes alguna vez vilipendió.
Ninguna lágrima hay que derramar por su suerte. No se trata de venganza, sino de justicia moral. La política, que es muchas veces ciega y cruel, también suele hacer balances implacables. Y a Francia Márquez le llegó su ajuste de cuentas. Su caída no es una tragedia nacional, es un alivio. Es una muestra de que el humo no se sostiene eternamente.
No le sienta mal que reciba una dosis del veneno que ella preparó y esparció en el escenario de lo público. Ella crio y alimentó a las fieras psicópatas que hoy la fustigan. No está mal que padezca un poco el rigor y el vilipendio que del que ella es coautora.
Márquez olvidó su discurso tan pronto como le entregaron la camioneta blindada, los viajes en clase ejecutiva y el trato de alteza que exigía en cada evento. Su vicepresidencia es la confirmación de que el poder, cuando cae en manos de los advenedizos, se convierte en grotesca caricatura.
Esa mujer es la muestra andante de la incompetencia y la estulticia. No transformó nada. No mejoró la vida de las comunidades afro, ni impulsó políticas efectivas, ni dejó legado. Su paso por el gobierno fue un monólogo de egolatría y un desfile de frivolidades. Su única hazaña fue haber convertido la esperanza de millones en decepción. Ahora está pagando la factura de su ignorancia.
Colombia debe tomar nota. No todo el que llora en tarima merece confianza. No toda historia de sufrimiento legitima el acceso al poder. No toda mujer negra representa una causa justa. La equidad y la inclusión no se alcanzan con discursos radicales ni con símbolos vacíos, sino con responsabilidad, humildad y trabajo serio. Francia Márquez traicionó todo eso.
Su suerte no es injusta. Es merecida. Porque la política no se trata de posar ante el mundo, sino de servir al país. Y ella, simplemente, no supo hacerlo. Hoy recoge el fruto de su arrogancia. Y no hay un solo motivo para lamentarlo.
Publicado: julio 28 de 2025