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La condena al presidente Álvaro Uribe Vélez no es una decisión judicial: es una infamia histórica. Se trata del acto más grotesco de la politización de la justicia en Colombia. A Uribe nunca lo juzgó un juez independiente, sino un aparato judicial manipulado, intimidado y colonizado por intereses sectarios, al servicio del régimen narcocomunista. Ninguno de los jueces que han conocido su causa —con una sola excepción irrelevante— puede levantar la cabeza y decir que debe su cargo exclusivamente a su mérito. Han sido peones colocados, en su mayoría, por cuotas políticas, favores burocráticos o afinidades ideológicas. No impartieron justicia: ejecutaron un encargo.
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Este tipo de perversión judicial no es nueva. En la Alemania nazi, el sistema judicial fue corrompido hasta la médula por jueces que, habiendo sido profesionales competentes durante la República de Weimar, se convirtieron en perros rabiosos del régimen. El caso más aterrador es el del juez Roland Freisler, presidente del Tribunal Popular, un energúmeno que vociferaba desde el estrado, humillaba a los acusados y los condenaba sin derecho a defensa. Freisler no era un ignorante: era un jurista formado, refinado incluso, pero el odio lo transformó en verdugo. Mandó a la muerte a millares, incluyendo a los héroes de la resistencia alemana, como los miembros de la operación Valquiria. Fue el rostro perfecto del juez ideologizado: un hombre que se creyó dios.
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Carl Schmitt, el célebre teórico del derecho, fue el arquitecto intelectual de esa degradación. Justificó que el derecho debía ceder ante la voluntad del líder. La voz del Führer es fuente de derecho, sentenciaba Schmitt. Para él, la ley no era un límite al poder, sino su herramienta. Esa doctrina infame es hoy citada con entusiasmo por algunos togados colombianos que desprecian la legalidad y se rinden ante el relato. La lección es clara: cuando el juez se arrodilla ante la causa ideológica, el estrado pasa a ser una vulgar tribuna política.
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Stalin institucionalizó esta barbarie en los célebres juicios de Moscú, donde los disidentes eran condenados de antemano y ejecutados como escarmiento. Cuba no se quedó atrás: tribunales de revolución que dictaban penas en minutos, sin pruebas, con el código penal sustituido por arengas. En Venezuela, los jueces no dictan sentencias, sino comunicados del chavismo. En todos esos regímenes, el poder judicial fue convertido en picota: no para proteger al inocente, sino para aplastar al enemigo.
.La ejecución de una venganza
¿Y Colombia? Allí no fusilan, sino entierran a los hombres con resoluciones judiciales de mil páginas. Las Farc, durante medio siglo, adelantaron simulacros de justicia revolucionaria: en cambuches, con armas al hombro, fusilaban en medio de juicios grotescos, borrachos de licor y de ideología. Hoy, lo mismo ha ocurrido con Álvaro Uribe, solo que esta vez el cambuche fue reemplazado por un despacho de Paloquemao. El fusil fue reemplazado por la toga, y la borrachera por el odio calculado. Es la misma justicia de terror, solo que maquillada con un lenguaje técnico.
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No fue condenado: fue secuestrado. No se dictó una sentencia: se ejecutó una venganza. La toga se ha vuelto un manto de ignominia. Lo que ha sucedido no es un caso judicial, sino un linchamiento institucional.
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Escribió san Pablo a los Romanos: «Pues los gobernantes [para este caso, los jueces] no han de ser temidos cuando se hace bien, sino cuando se hace el mal» Pero cuando los jueces son los que obran mal, y persiguen al justo, el derecho ha sido trastocado. Y entonces, como también enseña Pablo en la epístola mencionada, «la ira de Dios se revela desde el cielo sobre toda impiedad e injusticia de los hombres que tienen aprisionada la verdad en la injusticia».
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Álvaro Uribe no está condenado: está crucificado por un régimen que odia su legado. Y su condena no quedará registrada en la historia del derecho, sino en los anales de la infamia.
Publicado: agosto 4 de 2025
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