
Dos hechos recientes han sacudido el tablero internacional y, de paso, han dejado en evidencia la fragilidad de la política exterior colombiana: el acuerdo de paz en Medio Oriente, alcanzado bajo el liderazgo de EE.UU., y el Premio Nobel de la Paz otorgado a María Corina Machado. Dos historias distintas, pero con un hilo común: ambas representan una derrota simbólica para la estrategia internacional del presidente Gustavo Petro, que ha optado por una diplomacia desafiante con Trump y complaciente con Maduro.
Trump, con su estilo tan impredecible como eficaz, logró lo que parecía imposible: sentar a Israel, Egipto, Qatar y Turquía en una misma mesa para firmar un acuerdo de alto el fuego que detuvo, al menos por ahora, la guerra en Gaza. Con ese gesto, el presidente estadounidense se proyectó como un mediador capaz de resolver uno de los conflictos más complejos del planeta.
Mientras tanto, el presidente colombiano, en lugar de celebrar el cese de hostilidades, denunció públicamente que había sido vetado de la ceremonia de la firma del acuerdo y lanzó puyas contra Trump, como si su exclusión fuera un acto de censura personal y no una señal de pérdida de relevancia diplomática.
Esa reacción refleja la lógica que ha dominado su política exterior: la de un líder que se enorgullece de desafiar al poder global, pero que a cambio se queda fuera de las decisiones importantes. Mientras Estados Unidos recupera protagonismo y consolida su influencia en regiones estratégicas, Colombia se repliega en discursos grandilocuentes que confunden soberanía con aislamiento.
La misma lógica se repite frente a otro hecho internacional: el Nobel de Paz a María Corina Machado. Su premio no solo reivindica la lucha democrática en Venezuela, sino que deja en evidencia la incomodidad del presidente colombiano, quien en lugar de felicitarla, cuestionó abiertamente el reconocimiento y sugirió que detrás del Nobel había intereses políticos. Resulta irónico: quien se presenta como defensor de la paz mundial terminó descalificando a una mujer cuyo único “delito” ha sido oponerse a un régimen autoritario.
Esa postura, más que un error político, revela una contradicción moral. Petro insiste en proclamarse voz del sur global y abanderado de la justicia internacional, pero al mismo tiempo se alinea con dictaduras y regímenes cuestionados por violar los derechos humanos. Mientras el mundo celebra la diplomacia de resultado, la que logra acuerdos o enaltece causas justas, Colombia aparece al margen, atrapada en discursos ideológicos que no cambian realidades.
El liderazgo internacional no se mide por la cantidad de pronunciamientos, sino por la capacidad de incidir en el curso de los acontecimientos. Hoy, Trump y Machado cada uno desde su escenario, representan éxitos tangibles: uno logró detener una guerra, la otra encarna la esperanza de una nación asfixiada. Petro, en cambio, acumula gestos simbólicos y confrontaciones estériles. La suya es una diplomacia más preocupada por desafiar que por construir, más enfocada en la tribuna que en la eficacia.
En política exterior, la soledad rara vez es sinónimo de independencia. Más bien es la consecuencia de una estrategia que confunde la rebeldía con la relevancia. Y esta vez, la historia fue implacable: la paz, esa bandera que tanto reivindica, se firmó sin él.