Y tengamos presente que estas cinco semanas de caos, de odios, de anarquía han quitado las ganas de invertir a muchos empresarios pequeños y medianos. Desconfían del Estado y de su capacidad para defenderlos.
Nos acostumbraron al chantaje, a justificar al extorsionista. A aceptar que la violencia no solo es eficaz, sino válida. Al imperio de los carentes de principios, de los cobardes. A pedir permiso, a quienes no producen nada, para trabajar y producir riqueza.
Cuando hace un par de meses César Gaviria gritaba que él tenía dignidad, que nunca se había arrodillado ante nadie, pensé en su escuálida memoria. Pronto olvidó que, no es que se bajara los pantalones ante Pablo Escobar, es que se los quitó y se los entregó al mayor criminal de nuestra historia. Le construyó La Catedral y, desde entonces, el expresidente da lecciones de valentía y moral.
Por la misma ruta de Gaviria caminaron otros mandatarios, puesto que en Colombia muchos consideran que no existen líneas rojas, todos los valores son negociables, empezando por la ley y el orden.
No debería sorprendernos, por tanto, que llevemos 39 días secuestrados por encapuchados con ínfulas y vándalos, además del Comité del Paro.
Treinta y nueve son este sábado, porque la cuenta sigue y no sabemos cuándo cejarán en su empeño de hundir a Colombia en el preciso momento en que empezábamos a ver la luz al final del túnel.
Tampoco tendría que resultar extraño que la mayoría del país apoye esta locura y, de ellos, solo la mitad, según la última encuesta, considere que debiera terminar ya. No conceden importancia al salvajismo que sufrimos a diario, a la destrucción del MIO, de Transmilenio, por citar solo dos bienes públicos destrozados por los manifestantes, ni los miles de millones que costará repararlos. Ni les preocupa que expandan el virus y aumenten las muertes con sus aglomeraciones en el peor pico de la pandemia.
Exigen que Duque negocie el final de una batalla campal, brutal, abusiva. Los derechos del país que opina distinto solo existen para pisotearlos. Además, como es habitual, cuentan con la bendición de dos organismos internacionales plagados de burócratas de sesgo político bien marcado. La zurda CIDH apoya los bloqueos, dijo su jefa, aunque son ilegales conforme a las leyes colombianas. Y la ONU de la expresidenta Michelle Bachelet, que se pasó ocho años despotricando contra la derecha, también hace la ola a los vándalos.
Lo malo para ese combo no es instalar barricadas, arruinar empresas muy debilitadas por la pandemia y arrollar a quienes se resisten; lo perverso es que un Gobierno de derecha recurra al Ejército para quitarlas. Lo positivo y lo que celebran como gran victoria son los pactos con los dueños de cada bloqueo para que lo levanten. Ni siquiera les reprochan que amenacen con instalarlos de nuevo si les provoca.
A diferencia de ellos, muchos encontramos descorazonador, tras este eterno mes de vandalismo, la amarga sensación de que siempre volvemos a lo mismo.
En los tiempos del demencial y fallido proceso de paz del Caguán, recuerdo discutir con Simón Trinidad la sinrazón de su lucha armada. Coincidíamos en la radiografía de la enfermedad, en la injusticia de un país de vergonzosa inequidad. La diferencia estribaba en la manera de acortar las brechas.
Y ahí seguimos. Unos justificando a toda hora el salvajismo, la extorsión, el mandato de los violentos; otros, repudiando cualquier violencia. Es obvio que, en una nación con 21 millones de pobres oficiales (son muchos más), siempre habrá razones para expresar rabias y descontento. Sumado al desprecio por la clase política de todo signo, que abraza la corrupción e ignora sus anhelos.
Pero no nos engañemos. Este paro, que arrancó cuando el país necesitaba recuperar su aparato productivo, lo convocaron intereses políticos.
Ya no dudo de que la izquierda radical no quería que Colombia saliera del fondo del despeñadero al que la empujó la pandemia. Temían que el Gobierno Duque rescatara el tejido empresarial y el país creciera. Había que expandir el infundio de que la subida del desempleo y la pobreza no eran consecuencia de la covid, sino de una política económica liberal. Si desearan el progreso de la nación, una vez retirada la tributaria y echado Carrasquilla, habrían vuelto a sus casas.
Pero el objetivo era otro. Y aunque ya saben que el 86 por ciento de los encuestados rechaza los bloqueos, son tan hábiles que cargan la culpa contra el Gobierno. Tienen a su favor el campo abonado de años de adoctrinamiento de profesores que siguen los lineamientos de Fecode, y de los docentes de universidades que convirtieron a la derecha y al uribismo en el principio y el fin de todos los males, además de hacer apología del terrorismo. El que un profesor de Ciencia Política de la Nacional escriba “Mis honores a Santrich” tras su muerte, y sus colegas no lo reprendan, es señal de que algunos pusieron la enseñanza al servicio del populismo radical.
Y tengamos presente que estas cinco semanas de caos, de odios, de anarquía han quitado las ganas de invertir a muchos empresarios pequeños y medianos. Desconfían del Estado y de su capacidad para defenderlos. ¿Quién les pagará los perjuicios causados, las quemas, los saqueos? ¿Nadie? Y luego querrán que generen empleo. Complicado.
Por Salud Hernández Mora.
La Linterna Azul, Bogotá, 05/06/2021
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