No es suficiente para eliminar la posibilidad de fraude. De hecho, podría incrementarla.
No todo lo que brilla es oro, y no todo lo que se tecnologiza es progreso. Hay cosas, como los libros de papel, que están bien como están y no ganan mucho al transformarlas en pantallas táctiles y microcircuitos. Yo no siempre pensé así: hubo una época en la que creía que el libro digital se comería vivo al de papel. Pero luego cambié de opinión. Lo mismo me pasó con el voto electrónico. Alguna vez me pareció buena idea, pero hoy me parece un peligro y un error.
Al igual que el libro digital, el voto electrónico promete ahorrar papel, lo que, en teoría, abarata el costo de la democracia. Además, los resultados se obtienen más rápido y con menos errores, pues las máquinas, a diferencia de los personas, no se equivocan. El potencial de fraude, nos dicen, se reduce. Un escrutador humano puede ser sobornado o coaccionado; uno de silicio, no.
Lo malo es que, de estas promesas, solo la de la rapidez se sostiene.
Sí, la votación electrónica eliminaría la necesidad de imprimir millones de tarjetones, la mayoría de los cuales ni siquiera se usan, por la elevada abstención. Pero implicaría comprar miles de costosas ‘urnas electrónicas’ para cubrir todos los centros de votación. Esas máquinas hay que transportarlas e instalarlas para los comicios y luego almacenarlas con cuidado entre cada uso. Todo eso cuesta. Hay que mantener su software actualizado y sus licencias vigentes, por lo que el costo de operación no se limita al de adquisición. Y hay que contratar a ingenieros de soporte técnico para cada puesto de votación, a quienes, además, hay que entrenar. Es inverosímil que todo eso resulte más barato que el sistema actual.
También es cierto que un computador, cuando está bien programado, no comete errores. Pero eso no basta para eliminar la posibilidad de fraude. De hecho, el voto electrónico puede incrementarla. El papel deja un rastro: tarjetones o papeletas que se pueden volver a contar en caso de que haya dudas sobre el resultado. Una urna electrónica, en cambio, es una caja negra. Desde afuera no sabemos cómo fue programada, o si ha sido modificada o ‘hackeada’ para alterar sutilmente los resultados. El voto electrónico implica quedar 100 % a merced de las autoridades electorales de turno, que son las que programan y custodian las máquinas, algo que los latinoamericanos en particular, con nuestro lamentable historial de corrupción, no debemos aceptar.
Ahora, supongamos, como se ha propuesto, que el voto fuera verificable. Es decir, que la máquina emita un comprobante impreso o digital que le permita a cada quien confirmar que su voto fue contabilizado. En ese caso, les estaríamos haciendo la vida más fácil a los compradores de votos, pues exigirían que el votante les enseñe el comprobante –como evidencia de que votó por el candidato indicado– antes de entregarle el pago.
Lo que nos lleva al último problema: la potencial violación del secreto del voto. El sistema de votación tiene que conocer la identidad del votante, pues, de lo contrario, ¿cómo sabe si el voto es válido o no? Pero con eso surge la posibilidad de conectar la identidad del votante con el voto. En Venezuela, la recolección de firmas para revocar a Hugo Chávez en 2004 condujo a la compilación de la infame ‘Lista Tascón’ de opositores al Gobierno, quienes luego fueron objeto de discriminaciones y acosos. Y eso fue sin ayudas electrónicas. La capacidad de vincular sistemáticamente un voto con un nombre no debe estar en manos de ningún gobierno, de ninguna tendencia, jamás.
Aclaro que el autor de estas líneas está en las antípodas del ludismo. Tiende a pecar de exceso de entusiasmo tecnológico más que de recelo. Pero, como dije al comienzo, hay cosas que los microchips no mejoran. El viejo acto de votar es una de ellas.
Thierry Ways, @tways / tde@thierryw.net, https://www.eltiempo.com/, Bogotá, Periódico Debate, 18/11/2020.
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