¿Problema de salud mental?

 

“Ningún negro me dice a quién nombro”. Con esa frase brutalmente racista -que en cualquier otra democracia habría bastado para exigir la renuncia inmediata del presidente-, entre otras, Gustavo Petro apareció la noche del pasado 15 de julio en un nuevo monólogo de cinco horas que pasará a la historia como una mezcla tragicómica de egolatría, paranoia y descomposición personal de un mandatario, transmitido por todos los canales de televisión. ¿Problema de salud mental?

Durante esa maratón de incoherencias, Petro se tomó las cadenas privadas y la señal pública -propiedad de todos los colombianos- para insultar, improvisar, repetir y agredir a su letanía de enemigos imaginarios. Lo llamó “alocución presidencial y consejo de ministros”, pero en realidad fue un bazar de furia descontrolada. Como un Don Quijote tropical, atacó sin tregua a todo el mundo, creando en su pervertida imaginación su propio retablo de títeres: la Corte Constitucional, el Consejo de Estado, el Banco de la República, su vicepresidenta, la fiscal general, sus ministros, sus aliados políticos, las EPS, la prensa, Israel, y los “blancos” que -en su mente febril- conspiran para quitarle la visa.

El momento cumbre de su arrebato fue cuando acusó al presidente del Grupo Keralty, un respetable empresario español, de ser un “criminal en Colombia”. Sin pruebas, sin contexto, sin sentido y sin vergüenza. Lo dijo como si estuviera en una cantina, no en la jefatura del Estado. Es tan irresponsable que no le importa que las consecuencias -legales y económicas- las pagará la nación entera, inclusive con el presupuesto público.

Lo más insólito no fue la agresividad, sino el delirio. Porque entre una amenaza y otra, Petro nos ilustró sobre la caída de bustos de Bolívar en el Magdalena Medio, reemplazados -según él- por hipopótamos, y propuso devolver esos animales a la India -según él, su lugar de origen-; dijo que las razas son como una perra en celo, y sugirió trasladar la Estatua de la Libertad de Nueva York a Cartagena. Todo en el mismo discurso. Una verdadera perorata de sinsentidos, como quien mezcla arequipe con gasolina o buñuelos con ketamina.

Por su comportamiento, no extraña que muchos colombianos, entre el asombro y el espanto, se hayan preguntado si Petro hablaba bajo los efectos del alcohol o de algún estimulante psicoactivo. Pero tal vez la hipótesis más preocupante sea otra, aún más inquietante: ¿y si no estaba bajo ninguna sustancia? ¿Y si lo suyo es, en efecto, un problema de salud mental?

Lo que vieron miles de colombianos esa noche no fue un simple exabrupto. Fue el síntoma de algo más profundo: un deterioro emocional evidente, una alteración del juicio, una mezcla peligrosa de paranoia, euforia y victimismo crónico. Petro se comporta como alguien atrapado en una espiral de delirios, convencido de que es perseguido por todos y salvador de todo.

Mientras tanto, los temas urgentes del país -como la crisis del sistema de salud ocasionada por su desgobierno y presentada con mentiras- quedan sepultados bajo toneladas de retórica incendiaria y desvaríos emocionales. Porque entre el delirio y la mentira, Petro ha convertido el poder en un escenario personal para el drama y el adoctrinamiento socialista en su peor versión, no en una herramienta para gobernar.

Hoy, tras ese grotesco episodio, queda una sensación amarga: no solo por lo que dice o escribe, sino por lo que representa. Colombia no merece este nivel de degradación tan bajo.

 

@ernestomaciast

Viernes, 18 de Julio de 2025

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