Cuando observo la generalizada actitud de mis compatriotas ante la descomunal crisis que atravesamos en todos los órdenes de la vida nacional, no me queda otra opción que la de reconocer nuestra triste y desgraciada realidad.
Se ha vuelto un denominador común en las diarias conversaciones preguntarnos cómo llegamos a esta terrible coyuntura.
Quienes se aplican a buscar las causas del desastre se quedan desconcertados en medio del camino o van cayendo en un peligroso marasmo que se transfiere a la actividad productiva, y a la dinámica de la sociedad en general.
Es extraña esta relación en un país que mayoritariamente está de acuerdo en que las cosas van mal y en que es necesario un cambio en la conducción del Estado, en los responsables de la misma y en la orientación general de la gestión pública. Y esto no es una ilusión, ni una fantasía: Basta con leer las estadísticas que dan cuenta de la desfavorabilidad del gobierno o con presenciar la reacción libre y espontánea de las masas en las marchas de protesta o en cualquier espectáculo de asistencia masiva.
Compartimos mayoritariamente nuestro rechazo al régimen que asaltó el poder fraudulentamente y ahora nos quiere imponer una ideología violenta y materialista utilizando instrumentos ilícitos como la corrupción, el narcotráfico, el terrorismo guerrillero, la expropiación, así como la destrucción de la economía, las exportaciones y la seguridad social.
Sin embargo, carecemos de una oposición que haga valer nuestros derechos, pues el dinero sucio ha comprado la conciencia de congresistas y jefes políticos hoy al servicio de los nuevos amos del poder.
En medio del desconcierto y la falta de una conducción firme y contundente, estamos dilapidando herramientas que el sistema democrático nos otorga en nuestra defensa, tales como la función primordial que por naturaleza ostentan las Fuerzas Militares y de Policía para restablecer el orden constitucional, sin que requieran orden previa de ninguna autoridad, o la competencia de la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes para adelantar un juicio por indignidad originado en la violación de los topes financieros de la campaña por parte del candidato Petro, la cual es ya de público conocimiento.
¿Qué nos falta para dar el vuelco que aspira la gente buena de Colombia?
Primero, tomemos conciencia de que no es ésta una contienda electoral para cambiar al Presidente. No. Aquí nos enfrentamos a una batalla cultural, donde están en juego nuestros principios, nuestra historia, nuestras conquistas democráticas, nuestro futuro y el de nuestros hijos.
Segundo, si ello es así, no podemos actuar como si de unas elecciones ordinarias se tratara. Debemos desterrar los egoísmos, el afán de protagonismo, las jugarretas politiqueras que se observan en algunos grupos que pretenden el apoyo para sus campañas.
Tercero, partamos de la base de que esta debe ser una batalla para restaurar nuestros principios y valores. No se trata de una lucha confesional pero sí creemos que sin fe en Dios y en la ley natural en la que fuimos formados, no hay futuro para nuestra sociedad.
Debemos tener como un solo propósito llegar al Gobierno para trabajar por el Bien Común para todos los asociados. El Bien Común comprende dos elementos fundamentales: El orden jurídico y el bienestar general de la población, lo que supone que exista un desarrollo adecuado para prestar a la comunidad los servicios que son indispensables y las facilidades para su crecimiento personal.
Pero, además del bien común temporal, el hombre, como ser con unos fines y necesidades espirituales, debe encontrar en la sociedad las facilidades para cumplir con esa causa última que es el propósito final de su existencia: la bienaventuranza después de su muerte.
Si seguimos inmersos en las iniquidades de la vieja y falsa política y no empezamos a actuar con fe en Dios y en su Ley, ¿cómo podemos esperar una victoria?
Tomemos como guía estas palabras de Jacques Maritain:
“Lo que quiero significar es que el mismo orden de la naturaleza y de las leyes naturales en cuestiones morales, que es la justicia natural de Dios, determina que la justicia y la rectitud política obren con miras a producir frutos que a la larga, en lo que respecta a su propia ley de acción, asumen la forma de mejoras y perfeccionamientos en el verdadero bien común y en los valores reales de la civilización.”
Pero la victoria será fructífera únicamente a condición de abandonar las iniquidades del pasado y volvernos decididamente hacia la justicia y la rectitud política.
¿Y es posible vivir en la esperanza, sin vivir en la fe?
¿Es posible confiar en lo que no se ve, sin tener fe?”
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