En cuanto bajamos la guardia, se disparan virus y cánceres, y se expanden la podredumbre y la violencia. El mal nos acecha permanentemente.

Es un ciclo vital, tampoco hay que alarmarse, pero sí agarrar el toro por los cuernos. Ahora que se ponen en tela de juicio las políticas de mano dura ejercidas durante el mandato del presidente Uribe contra la delincuencia y el narcotráfico, amparadas o no por subterfugios presuntamente ideológicos, permítanme revisar los datos de los últimos días en Colombia. Casi 40 personas han fallecido en las masacres perpetradas por escisiones guerrilleras de las Farc y frentes aún activos del Eln, por milicias criminales y bandas de delincuentes que se disputan territorios enormes que contienen corredores y zonas de producción cocaleras y de minería ilegal en Nariño, Cauca, Arauca y Valle del Cauca.

Las comunidades campesinas e indígenas, mujeres y niños incluidos, sufren la violencia desatada por culpa de esas bandas de desalmados y de los sinvergüenzas que los amparan desde sus plácidas poltronas en la judicatura, el legislativo y los púlpitos de opinión, donde lo irreverente es utilizar la lógica de las víctimas: los asesinos solo entienden un lenguaje, el de la fuerza.

Mientras algunos cacarean en favor de los derechos de los pistoleros, robaniños, violadores y matarifes, quienes sufren la violencia son tajantes: “La crisis humanitaria y la zozobra no nos permite vivir dignamente con el goce de nuestros derechos. No podemos seguir poniendo muertos en una guerra que no nos pertenece y que con el pasar de los días se agudiza”, afirma la Unidad Indígena del Pueblo Awá (Unipa), una comunidad que ha perdido a varios miembros en las matanzas de Nariño.

En este departamento, así como en regiones como el Catatumbo, es urgente un despliegue permanente del Ejército. Allá, en la frontera con Venezuela, hay 250.000 personas amenazadas día y noche por la confrontación que se abrió hace dos años entre el Eln y el Epl.

Sin embargo, la respuesta en las zonas más desamparadas por el Estado no puede ser solo militar. Es necesario abrir el país ampliando la red de carreteras y establecer más acuartelamientos perennes en regiones inmensas abandonadas por completo.

La inacción no es una solución. La experiencia nos demuestra que es la unión entre el músculo y el cerebro la que derrota las amenazas que nos acechan. Lo uno sin lo otro no sirve de nada. Con las Fuerzas Armadas zarandeadas a diestra y siniestra, y el Gobierno maniatado en un sinfín de frentes abiertos en canal, es hora de que el presidente Duque afronte la situación por encima de los dimes y diretes políticos.

De nada sirve poner el retrovisor sobre lo que se hizo o se dejó de hacer en años anteriores. Lo que importa es el ahora. Y hoy son casi 40 víctimas masacradas que, si nada lo impide, serán el doble en unos meses. La crisis temporal que traerá la covid-19 puede rearmar a una legión hambrienta y despiadada a la que es necesario atajar ya. De lo contrario, volveremos a ver una Colombia narcotizada con carrosbomba volando por doquier. La violencia y los virus van de la mano. Nos carcomen si no hay freno.

N. de la R. Subraya en negrilla nuestra

Humberto Montero, El Colombiano, 25/08/2020

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