La palmada justa y equilibrada es formativa para el niño

El bebé de un año, gatea por la sala explorando nuevos mundos que le amplían sus conocimientos, aprovechando el descuido de los adultos que se encuentran en una conversación animada. Después recorrer algunos metros, dos agujeritos de un enchufe despiertan su curiosidad.

¿Qué será eso? Es la pregunta que le viene, inmersa, es verdad, en la nebulosa mental propia de su muy tierna edad. ¿Qué tal si meto el dedo allí para comprender de qué se trata?

La mirada materna, celosa por segunda naturaleza, detecta la situación que amenaza al niño e intuye la inminencia de un accidente. Rápidamente, aún sentada, la madre trata de evitar el peligro.

¡Nooo! No ponga su dedito ahí porque recibirá una descarga.

Deteniéndose y volviendo sus ojos hacia la madre, sin comprender claramente, pero intuyendo las palabras de advertencia, mira nuevamente los agujeritos del enchufe y vuelve a mirar la fisonomía vigilante de la madre.

Molesto por la interrupción de su exploración, sobre todo movido por la curiosidad que lo domina, el bebé decide continuar su embestida. Se vuelve hacia los agujeritos decidido a introducir en uno de ellos su dedito. Nueva advertencia, nueva pausa, nuevo rechazo, nueva tentativa.

La curiosidad invencible no lo abandona, y él no cede. «Voy a meter mi dedito en el agujerito», resuelve y avanza.

Percibiendo que sus advertencias fueron insuficientes, la madre opta por emplear un recurso que evite a su hijo querido un desastre y que grave eficazmente en su memoria la enseñanza. Le da una pequeña palmada, proporcionada, pero una palmada.

El niño llora (lo que no siempre está exento de una táctica psicológica), más por percibir el desagrado de la madre que por el dolor del golpe.

San Alfonso María de Ligorio y la educación de los hijos

En otra incursión, se encuentra frente a los dos agujeritos. Viene la curiosidad, viene el deseo de introducir el dedito, pero también viene el recuerdo de la palmada. Desiste y se resigna a no introducir el dedito. Continúa su camino, ileso.

¿Porque consiguió no colocar su dedito en el enchufe?

La actitud de la madre indicando desagrado y preocupación, sumada a la palmada (castigo por la desobediencia), le dieron una fuerza de autodominio que él no tenía. Dándole al mismo tiempo un sentido de justicia verdadero, aunque muy elemental.

Bendita palmada que, siendo equilibrada y justa, ayudó al pequeño a dominarse y a vencerse a sí mismo.

Bendita la madre que supo formar a su hijo enseñándole a dominarse y a vencerse a sí mismo, pues es imposible vivir bien y ser bueno sin esto. Esta madre amó a su hijo.

Nadie tiene condiciones más privilegiadas para hacer esto que la madre y el padre, en el ámbito del hogar. El gobierno jamás conseguirá proporcionar a los pequeños una enseñanza de tal calidad, tan eficaz.

La ley contra las palmadas introduce en la casa la «mirada siniestra del gobierno» que quedará perpetuamente entre los padres y los niños como un protector de éstos contra ellos. Engendrará, en el fondo, la impresión de que los padres son malos y el Estado es bueno. Salta a los ojos que el verdadero dueño de los hijos será el Estado.

¡No consigo entender a un Estado que mientras legaliza el aborto, reclama el derecho de transformarse en gendarme de los hijos contra los padres!

Por lo demás, ya existen leyes preconizando la permanencia de los hijos durante doce horas en escuelas a partir de los tres o cuatro años de edad. Es la formación estatal, comunitaria, igualitaria, que torna a la familia inútil y la transforma en una primera «incubadora» de nuevos ciudadanos.

“El que niega el castigo justo, a su hijo aborrece; el que lo ama, desde temprano lo corrige”  (Proverbios 13:24)

Por Marcos Luiz García |
https://ipco.org.br/o-confisco-dos-filhos-pelo-estado/#more-4154

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